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Estrictamente hablando hay duda de si María Magdalena, la hermana de Lázaro (Jn. 11.5; Lc. 10. 39) es la mujer pecadora que le bañó los pies con lágrimas y le ungió con un perfume selecto (Lc. 7. 36-50). De hecho la tradición desde el siglo IV identificó ambas figuras evangélicas y no hay motivo ni para afirmarlo ni para negarlo, habiendo de común la unción aromática de Jesús.
Había nacido en Magdala, en el Occidente del lago de Genezaret, si "magdalena" alude a su gentilicio. Queda la incógnita de si, siendo de Magdala, se debe identificar con la hermana de Marta y Lázaro y que vivía en Betania, en cuya casa acogía a Jesús en sus idas o estancias en Jerusalén.
Fue seguidora de Cristo, estuvo en el Calvario (Mt. 28.1) y mereció, por su amor al Maestro, ser la primera persona que vio al resucitado (Mc. 16.9). La interpretación del texto evangélico está llena de incógnitas, pero es más sencilla de lo que intentan hacerlo los exégetas: una mujer que ve el sepulcro vacío, que vuelve y avisa a los Apóstoles, que regresa en pocos minutos (recorriendo los 1.000 mts. que hay de distancia hasta el lugar de la cena) y a quien Jesús consuela con su aparición. Ella siguió cercana al grupo apostólico en los primeros días de la Iglesia hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. La tradición tardía supone que viajó al Sur de Francia, con Lázaro su hermano y murió en Marsella hacia el año 66.
La piedad popular la convirtió en la pecadora arrepentida, en la mujer que en Betania le agasajó, el modelo de cristiana enamorada del Maestro. De ahí su difusión en templos e imágenes del arte sacro y en las manifestaciones de la piedad. Sin embargo, es posible que la Magdalena de la resurrección no fuera así.
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